Cuando tenía seis años tomé una decisión sumamente importante, me cambiaría el nombre a Margarita. Con infinito amor, durante meses, mi familia accedió a llamarme así, aunque sinceramente, no tenían otra opción.

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Eventualmente, mi madre, rendida ante mi mundo como Margarita, decidió ponerme un alto y regresé a mi vida como Camila. Ese fragmento de mi alma, aquel al que decidí llamar Margarita, nunca desapareció. Al pasar de los años entendí que precisamente esa parte es la que suele perderse en mundos imaginarios, la que tiene una constante necesidad de crear y expresar, la que se nutre de fantasías y sueños. Es lo más inocente e íntimo que tengo y es lo que me impulsa a ver el mundo con otros ojos.